[Julio Cortazar, 62/modelo para armar]
jueves, julio 22, 2010
un trocito del tesoro de hoy
El teléfono sonó con la seca bofetada que corta la histeria, las preguntas inútiles, el gesto de echar a correr detrás de alguien que anda ya tan lejos. Hélène se sentó en el borde de la cama y escuchó el mensaje mientras su mano libre buscaba la blusa del piyama y a echaba sobre sus hombres que temblaban. A las diez y cuarto en la clínica, la colega de turno estaba enferma. De acuerdo, llamaría un taxi. Las diez y cuarto, tenía el tiempo justo. Negándose a pensar se volvió en una bata y fue a cerrar la puerta de entrada. Había que bañarse, llamar un taxi, ponerse el traje gris porque quizá hiciera fresco a esa hora. Mientras se secaba llamó al taxi para estar segura, y se vistió mirándose apenas en el espejo. Se hacía arde, no podía perder tiempo en tender la cama, ya habría tiempo cuando volviera. Buscó el bolso, unos guantes. El taxi debía estar esperando, y no esperaban mucho, se iban casi en seguida. Al entrar en el living vio de cerca la muñeca que hasta entonces había sido una mancha rosada en el sueño, algo en que no había que pensar hasta la vuelta. Hélène se tomó del marco de la puerta, creyó que también ella iba a gritar; pero no, quedaría para la vuelta, junto con las sábanas sucias y el desorden y el cuarto de baño salpicado. La rajadura abría en dos el cuerpo de la muñeca, dejando ver claramente el interior. El taxi no esperaría, el taxi no esperaría. El taxi no esperaría si no bajaba inmediatamente. El taxi no esperaría, no esperaba nunca. Entonces era así: a las diez y cuarto en la clínica. Y el taxi no esperaría si no bajaba en seguida.
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