¡¡Escapar, correr, escapar, correr, escapar, correr!! Respiraba entrecortada con la espalda contra esa pared azul sin entender bien por qué estaba ahora ahí, en esa misma pared que tantas veces la había hecho sonreír porque significaba que ya faltaba tan poco. ¿por qué, por qué, por qué? En realidad eran tantas preguntas que ya no era capaz de ordenarlas ¿por qué?
La señora de la casa del frente que pocas horas antes la había visto pasar, mientras tendía la ropa, no pudo escuchar, ya que era la hora de la siesta, que ella se había sentado en el suelo y lloraba aún sin entender.
¿Fue mi culpa? Pensó con el sol llegándole en los ojos. Pero no, no podía pensar, tan sólo cabían los diálogos que acababa de escuchar en su cabeza. Una y otra vez se repetía esa voz, tan seca, tan vacía que le daban ganas de apretarle el cuello y acallarla de la manera más violenta posible.
Con los dientes apretados sólo sentía rabia, rabia, rabia y pegó entonces un puñetazo en el suelo y vio que aún tenía puesta la pulsera que le había regalado. ¿Por qué no se la tiré en la cara? Dijo aún con los dientes apretados pero tan despacio que nadie la oyó. Más que los nudillos que le sangraban producto del golpe le dolió aquel día en que le regaló la pulsera.
Dos veranos antes, en la cuidad acalorada y estática se habían sentado en una plaza. Llevaba la falda roja de lunares que le había dejado su madre y una blusa blanca muy pulcra. Jugaban a hacer dibujos con los pies en la tierra mientras los helados se derretían y ellos también. De pronto sus pies se encontraron y ya no quedaban cosas que decir porque todo estaba dicho. Entonces de su bolsillo sacó la pulsera y la puso en su muñeca diciéndole –nunca más estarás sola-.
Y ahora! Ahora sus palabras en la cabeza volando como pájaros de carroña, comiéndose todos los recuerdos, despellejándolos hasta convertirlos en nada.
El sol comenzó a bajar y ahora la sombra era larga, no importaba el frío, ella era incapaz de moverse de ahí. ¡¿Por qué fui tan tonta?! Ahora sí gritó y la señora que ya había despertado la escuchó muy bien y cerró las cortinas. Era tan claro, tan evidente, tendría que haberlo visto antes. Pero siempre tan princesa en cuento de hadas creía imaginar, creía equivocarse.
Segundo puñetazo en el suelo al darse cuenta de tal error, no había equivocación alguna, sino ceguera. Hace tanto tiempo ya! Que los olores no eran los mismos y la última primavera pareció no haber llegado porque nunca hubo flores en su pieza.
Recordó el día en que se atrevió a decir -El año pasado me regalabas flores- queriendo llorar por la ausencia de colores y olores. No hubo respuesta, como hace tanto, tan sólo dio la media vuelta y balbuceó otra mala excusa para irse de ahí.
Rabia porque ese día no se quiso dar cuenta de que la ausencia de flores era también la ausencia de muchas cosas más. Y ahora era todo tan evidente, pero tan tarde!
Nadie podría decir ahora que la pared era azul porque no había más luz que la luna que hace todo tan gris. Gris la niña llorando, gris el corazón, grises las palabras que se repetían una y otra vez en su cabeza – ya no te quiero, ya no te quiero, ya no te quiero, ya no te quiero, ya no te quiero, ya no te quiero, ya no te quiero, ya no …-
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