viernes, febrero 11, 2011

Tonada del iluminado

Pablo de Rokha

El graznido cosmopolita de los crepúsculos
azota mis angustias,
derrumbando los árboles enloquecidos y las ideas
oceánicas de los árboles enloquecidos...
Yo estoy botado
aquí,
con mis zapatos
y mis universos;
como la mar, sonando...
muerto, completamente muerto, y haciendo vida
a lágrimas
crecido de montañas con las hojas marchitas,
y la voz de los ruidos dispersos y rodantes
en la audacia negra del canto...

Ancho tubo de soles amarillos
las lágrimas-lluvias de los objetos,
hondo tubo de mares asesinos,
atraviesan la ruina sonora que es la desgarradura
de mi corazón,
y las miradas serias de las tumbas
se quiebran tronando en mis sesos
como la patada del tiempo en la muerte del héroe.

¡Ah! ventolera, inmensa ventolera
de lo infinito
que me deshojas horrorosamente,
-¡ah! ventolera, inmensa ventolera-,
todo el costillar despavorido...

Soy el hombre que viene errante
y murió,
y anda andando
con sus jaulas de leones y aves sin sentidos,
sus acordeones y sus violines estupefactos,
vendiendo otoños maduros
por el alambre que ata los cielos y los mundos;
y anda andando
absorto en la verdad colosal de su espanto,
como la araña por la tela
-¡Dios mío!...
como la araña por la tela,
y los hijos futuros por la infancia del padre.

La sabiduría lluviosa del silencio
empapa las hilachas de mis actos
y, sin embargo, cuando caen, pasmados
y alucinados,
sobre la boca absorta del misterio,
lloran como los granos dorados y ruidosos
en el granero.

Lo mismo que un toro de oro
canto,
pienso y derivo, rodando tierra abajo,
con mis poemas en el vientre,
despedazándome
por las verdades y por las ciudades.

La culebra geométrica de los últimos gritos
me muerde la gargánta,
y un dolor varonil, como de potro, clavado en
la oscura osamenta,
me impele a obrar, a hablar
en gritos, en ladridos, en signos atropellados
y ensangrentados
que me arranco de las entrañas.

Parecido a un ciego demente,
golpeo las puertas abiertas que estaban cerradas,
horriblemente cerradas, de lo irremediable,
y pregunto por «Dios» a las estrellas muertas.

Terremotos de paradojas,
levantamientos de volcanes sentimentales
o filosóficos,
derrumbes de dolores,
cataclismos de tristeza, cataclismos de belleza
remecen la tronchada matemática de mi sistema
planetario;
hay torvas lagunas de idiotez
y montañas de hierro de genialidad
sobre el panorama cóncavo de mi actitud ilimitada,
y las niñas azules y alegres de lo ingenuo
juegan con racimos de atardeceres felices,
vendimiando uvas de hierro en la maquinita
de las bocas mimosas,
encima de los claros paisajes de miel y violetas
inumerables,
que tiemblan colgados sobre mis abismos,
como tonadas de labriegos
al pie de los mitos guerreros.

Los pájaros muertos de mi voz agraria
y formidable,
oscura y formidable,
egregia y formidable,
como un batallón de asesinos crepusculares
domando la anchura oceánica,
los pájaros muertos de mi voz agraria
y formidable
anidan en los tejados de los cementerios,
las herrerías,
los prostíbulos, los rascacielos,
las funerarias;
y una lúgubre significación les preside
cuando revolotean, enloquecidos y amargos,
arriba del atardecer,
como guiñapos de planetas que rodasen
estrellándose
contra la solidez aplastadora de las murallas
invisibles.

Absorto en mis hundidas incertidumbres,
doblada la cabeza de humo inmóvil
sobre el enorme corazón montañoso y cavernario,
solo,
con el tiempo del tiempo,
ando en tranvía vestido de estrellas y sepulturas,
compro cigarrillos como catafalcos y estoy muerto,
hablo con el animal comerciante, con el animal
periodista, con el animal vagabundo,
con el animal de los gestos cuadrados como
retratos,
con el animal de los gestos polvorosos como
borricos,
con el animal de los gestos nocturnos, como
sepulcros,
con el animal espantoso que tiene botica,
con el animal estupendo y arrastrado que
conversa, que vive, que defeca
que está absolutamente casado con doscientos
kilos de carne imbécil,
y canta,
y llora,
y come,y duerme
y hace chiquillos sin cabeza,
y dice gruñendo «la ley, la justicia, la belleza
de los cielos abiertos»,
parado frente a lo infinito
con las manos en los bolsillos
y el ideal en los testículos...

Yo vengo saliendo de las montañas
que aullan inmensamente al otro lado del verso,
al otro lado del gesto y al otro lado del
horizonte
desde el día primero de las cosas...

Mi corazón forrado de pieles salvajes,
huele a peumos y a boldos lo mismo que
los rumorosos talleres de los carpinteros,
y el mugido de las yuntas agrarias,
mi corazón, untado de mieles rurales;
y en las granjas maduras de mi espíritu
cantan los gallos, los mohosos gallos domésticos,
braman los toros enamorados,
y ladran los perros eternos, ensangrentando
las viviendas y los caminos apolillados...,
un gran rugido de jaguares y de torrentes
enloquecidos,
aureolado de buitres feudales y anchos laureles
luminosos llenos de esquilas y resplandor,
me cruza los huesos ardidos...

Los jumentos desaforados y profundos
de mi carne y mi sangre,
los instintos canallas, sublimes, idiotas,
revolucionarios,
que ladran mordiendo mis dolores
los mismo que carcomas de sueño, lo mismo que
gusanos de rabia,
las fuerzas violentas y despavoridas del universo
me empujan de abismo en abismo,
de angustia en angustia,
de espanto en espanto,
como el amor al hombre, como el dolor al mundo,
a quien se asoma horrorizado
a la rendija inmortal de los sepulcros.

Pienso:
«he ahí mis manos, mis piernas,
y he ahí mi pensamiento,
he ahí las plazas públicas, los filósofos, las letrinas,
las iglesias, etc.»,
y querría huir
huir, huir ladrando en pelotas,
gritando horriblemente, llorando horriblemente
hasta la eternidad,
como un individuo a quien le mostrasen el retrato
de su esqueleto,
o a Dios cara a cara,
o una gran mano peluda le apretase es pescuezo
en lo obscuro,
o el Diablo le sacase la lengua
a la salida del cementerio,
lloviendo, a la salida del cementerio, carajo,
a la salida del cementerio...

Y cuando voy trotando, loco, trotando entre la luna
y las tumbas,
me quedo atrás,
me quedo atrás y digo:
«allá va el tonto, el tonto,
allá va el tonto,
allá va el tonto, el tonto
de la chaqueta negra...»

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